Los manuscritos de Borges (*)
La fotografía primero, algunas fieles representaciones gráficas después y por último las imágenes del Borges en movimiento que nos devolvieron las pantallas televisivas cuando la fama quiso beneficiarse con su figura homérica, inclinaron nuestra atención hacia unas manos de apariencia apocada y muelle que acompañaban, con aleteo inseguro, la expresión no menos vacilante de unas sentencias tan sorprendentes como reveladoras.
Esas manos de apariencia tímida eran, sin embargo, las mismas que habían inscripto con precisión y firmeza obstinadas la serie casi infinita de caracteres que componen algunos de los textos más luminosos de la literatura contemporánea. Porque la escritura de Borges, igual que sus relatos, construye la totalidad a partir de la suma y la fragmentación: ningún enlace, ninguna cursividad o concatenación, más allá de su inevitable vecindad, reúne los minuciosos grafemas que componen su intransferible caligrafía. Vecindad y aislamiento que, no por azar, anticipan en el gesto corporal de la letra escrita su ulterior imposición tipográfica.
Una coherencia que no debería descartarse en el caso de Borges, en cuyos manuscritos abundan los guiños y signos explícitos dirigidos a cajistas y componedores, prueba del destino impreso que les tenía adjudicado de antemano, y del control omnipresente que ejerció siempre en su doble condición de autor y lector de sí mismo. «Letra de imprenta», pues, deudora indirecta de la antigua caligrafía humanística, que vincula dos mundos indisolubles en la producción borgesiana: el del manuscrito y el del impreso.
No obstante, y como pocos géneros conservan en Borges su identidad tradicional, tampoco en este terreno es fácil establecer precedencias: su inagotable pasión correctora y el arraigado concepto acerca de la clausura imposible de un texto, convierten muchos de sus escritos éditos en meras plataformas o estaciones de una elaboración permanente, que a los caracteres ya impresos superpone la impronta renovada del manuscrito, a la manera de un palimpsesto de incierto final. Así pues, impronta e imprenta son los términos en que se desenvuelve esta dialéctica, cuyo vertiginoso atractivo reside en la posibilidad de desentrañar no tanto las características de un producto concluido cuanto el proceso de su génesis, el trabajo antes que la mercancía, y acceder, del modo privilegiado en que un manuscrito lo permite, a la reveladora intimidad de la producción de un texto.
Pero la aparente «desconexión» de la caligrafía de Borges no es la única ni necesariamente la primera impresión que despiertan sus manuscritos en el observador desprevenido. En las escasas oportunidades en que algunos de ellos son exhibidos públicamente, despiertan un asombro reiterado ante el tamaño poco menos que microscópico de los caracteres de su escritura, impecable, no obstante, en su legibilidad, y que en el imaginario popular suele asociarse inevitablemente con la patología ocular que padeció desde su juventud.
Letra de una pequeñez y trazo de miniaturista que no puede sino evocar el gesto del copista inclinado sobre su atril con la cercanía de una comunión indisoluble, imagen con la que no es difícil identificar el probable gesto borgesiano en el acto de la escritura. El propio Borges, haciendo de sí mismo un personaje de ficción, confirma y a la vez desmiente con ironía autorreferencial, esa noble imagen arquetípica, cuando en una nota al pie de «Pierre Menard, autor del Quijote», finge recordar «sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto». Síntesis perfecta de cuanto caracteriza los aspectos materiales de sus manuscritos en lo que atañe a los soportes utilizados, a la modalidad de sus correcciones, al nutrido sistema de signos de su invención, de resonancias geométricas o alquímicas, que utiliza para añadidos, interpolaciones, variantes, alternativas léxicas o sintácticas, remisiones y citas bibliográficas y, en fin, al mencionado aspecto de su caligrafía, a la que pretende reducir, con mordaz metáfora, a huella entomológica.
Esa caligrafía, sin embargo, sufrió, desde los manuscritos de juventud hasta los que se consideran más característicos de su madurez, una sorprendente transformación, paralela al tránsito de su literatura desde el barroquismo excesivo hasta la condensación más grávida. Porque más allá de la dimensión de los caracteres, la mayor metamorfosis se produce en la puesta en página, que a un uso mallarmeano del espacio, ajeno a la linealidad y a la regularidad, inestable y dinámico en la orientación de frases y vocablos y próximo al estallido de coordenadas que cultivarían las primeras vanguardias , sucede una escritura refrenada y por lo general contenida dentro de las pautas de los soportes que utilizó con preferencia: los cuadernos escolares, los cuadernos espiralados de papel cuadriculado y los libros de contabilidad a su alcance en las bibliotecas en que desempeñó labores.
Lo que en sus primeros textos era expansión y aun desorden, y donde el propio concepto de línea tendía a desaparecer, pasa ahora a ser rigor y minuciosidad, solo rotos por algunos remanentes de la primera etapa, visibles en la ocupación de márgenes, encabezamientos y finales, para una escritura que vuelve a desconocer las jerarquías de un orden de producción y de lectura impuestos. Así, anecdóticamente, las notas al pie devienen «notas a la cabeza» y la narración o la idea pueden deslizarse hacia las orillas, en una apropiación integral y hasta obsesiva de la página que instaura una nueva economía escritural.
Aunque no exclusivamente, Borges tuvo, efectivamente, una inusual preferencia por los cuadernos escolares como soporte de sus manuscritos. No otro es el origen del título de uno de sus primeros poemarios, “Cuaderno San Martín”, escrito en un ejemplar de esa marca, de extendido uso en las décadas de los veinte y los treinta. Pero no fue el único. Para «El acercamiento a Almotásim», por ejemplo, utilizó un cuaderno “El Mapa” de hojas cuadriculadas, similares a las que emplearía para «El aleph», «Historia del guerrero y de la cautiva», «La nadería de la personalidad» u otros numerosos textos de índole narrativa y ensayística. Por su parte, los cuadernos Avon dieron cabida a un sinfín de otros escritos que Borges iba enhebrando dentro del mismo cuaderno con independencia de sus relaciones internas y cuya estructura espiralada permitió que ulteriormente fueran separados del conjunto con facilidad, no solo con el propósito de resaltar su carácter propio, sino también con el de usufructuar el valor venal que un activo mercado de instituciones públicas y coleccionistas privados había ido confiriéndoles.
A la acumulación de textos diversos dentro de un mismo volumen, evocadora de las enumeraciones caóticas a las que Borges se muestra tan afecto en tantos de sus textos, se opone la utilización de la totalidad de un cuaderno para un texto único y generalmente breve. Así ocurre, entre otros, con el ensayo «Joyce y los neologismos», de 1939, que ocupa apenas las tres primeras carillas de un grueso cuaderno de tapas de cartón rígido y ochenta hojas de papel pautado, mantenidas en blanco después de las iniciales «J. L. B.» que rubrican el manuscrito inaugural.
Los textos inscriptos en hojas de bloc no pautadas, que en su mayoría conocemos desprendidas del cuerpo original, mantienen la trabazón de la escritura y los interlineados y exhiben una sugestiva inclinación de la masa del texto hacia la izquierda, compensada con un movimiento ascendente de las líneas que parecen querer liberarse de los límites de la página, explorados hasta sus posibilidades finales.
Las circunstancias ofrecieron a Borges la posibilidad de transformar el prosaísmo de ciertos libros de contabilidad en el soporte paradójico de algunas de las prosas literarias más altas de su producción. La rutina de sus tareas de auxiliar bibliotecario en la Biblioteca Miguel Cané alternó con la redacción, en los libros contables de la institución, de unos textos cuya sola mención podría sintetizar el lugar que ocupa en la literatura contemporánea: «Pierre Menard, autor del Quijote», «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» y «Examen de la obra de Herbert Quain» fueron inscriptos bajo las columnas del «Haber» de las hojas rojinegras de aquellos libros administrativos, cuya naturaleza y función quedó así alterada por una casi risueña transgresión.
No menos risueña es la atribución de la marca «Haber» a esos «cuadernos» en que incurrió el apresuramiento de algunos comentaristas, ignorantes de que, cualquiera haya sido el soporte, Borges solo utilizaba el recto de cada hoja y que por tanto la supuesta «marca» que exhibe su encabezamiento no es sino el asiento opuesto al «Debe» del dorso de la misma hoja…
El estudio de los manuscritos de Borges, sin embargo, está condenado a la parcialidad. La escritura y reescritura constantes a las que sometió sus textos, fiel a su convicción de que «la idea de texto definitivo pertenece a la religión o al cansancio», tornan improbable la constitución de un corpus que contenga la totalidad de las versiones de un mismo original. Desde el primer manuscrito de trabajo hasta la copia depurada —ya que no final— entregada al editor, hay estaciones intermedias a las que solo el azar de la circulación permite acceder. Su cotejo enriquece el conocimiento de la génesis de un texto, pero en el interior de cada versión también encontramos asentadas las variantes y posibilidades múltiples que asediaban a Borges para la expresión de un enunciado, encerradas dentro de un complejo y cuasi matemático sistema de llaves, corchetes y paréntesis, que pueden contener varios niveles superpuestos de alternativas u opciones léxicas, gramaticales o estilísticas y cuya elección es capaz de modificar el matiz, el sentido o hasta la naturaleza del texto. Las interpolaciones, tachaduras y remisiones mediante peculiares símbolos tipográficos de su invención son los modos complementarios en que Borges interviene en sus propios escritos, en interminable busca del ideal lingüístico perdido…
El «ciego» Borges mantuvo con las artes visuales una relación tan antigua como sorprendente. Su apreciación de la pintura de Figari y el descubrimiento de Xul Solar pueden atestiguarlo. Lo visual está presente en su historia familiar de un modo paradójico y contradictorio: declinación paterna y propia y exaltación fraterna. ¿Hubo, según cierta tradición oral lo sugiere, una temprana división del trabajo entre Norah y Jorge Luis, por la cual dibujo y escritura debían ser campos mutuamente inviolables? Lo cierto es que desde sus manuscritos juveniles Borges establece una relación entre lo visual y lo escrito aún más íntima que la de la ilustración, acompañándolos con dibujos de su autoría que engarza en el interior mismo del texto y trasponiendo al plano visual el concepto poético que los rige. La práctica del dibujo lo acompañó hasta el umbral mismo de la ceguera total pero, con una sola excepción, quedó limitada al ámbito de sus manuscritos, de su correspondencia privada y de los ejemplares personales de sus obras, muchos de ellos profusamente enriquecidos con viñetas y composiciones que denotan una habilidad en constante perfeccionamiento.
Desde el premonitorio tigre dibujado a la edad de cuatro años, pasando por «Montaña de gloria», genotexto de algunos de los poemas del ulterior “Fervor de Buenos Aires”, los inéditos «Aterrizaje» o «La cajita roja», los ensayos de «El sueño de Coleridge» o «Viejo hábito argentino», entre muchos otros, hasta las revisiones de los ya publicados «El idioma de los argentinos», «La lotería de Babel» o la asombrosa primera versión de «Las ruinas circulares», en todos esos originales los dibujos de Borges lucen en su particularidad, abriendo una vía de análisis de otro modo inaccesible a través de su obra editada.
Los manuscritos de Borges han circulado de un modo azaroso e imprevisible. Muchos partieron desde el entorno familiar. Otros emergieron al calor de las circunstancias favorables del mercado comercial de arte. Algunos fueron recogidos por instituciones internacionales, conscientes de que la figura de Borges excede largamente los límites de la literatura argentina para constituirse en uno de los grandes maestros de la literatura universal. Los más se conservan en manos de profesionales o de coleccionistas privados. La patria de su nacimiento tiene aún una deuda con este tesoro patrimonial. Parte de la riqueza bibliográfica argentina ha partido hacia el exilio, empujada por la desidia o el desinterés. La historia no debería repetirse.
(*) Publicado en: Borges esencial, (Barcelona), Real Academia Española – Asociación de Academias de la Lengua Española, (Random House, 2017). p. 131-143.