El libro y su comercio en el actual territorio argentino. Siglos XVI – XIX

Por Roberto Vega

 

El ensayo de Roberto Vega recupera, con expresiva síntesis, el carácter histórico y la transparencia que, desde siempre, han definido el comercio del libro, como vehículo privilegiado de transmisión del pensamiento y la creatividad humanos. ‘Habent sua fata libelli’, exclamó el latino Horacio, aludiendo al inevitable destino de circulación propio de la letra, escrita o impresa.

 

La primera autorización concedida para enviar libros al Río de la Plata se firmó en 1534 y fueron sus beneficiarios los religiosos franciscanos. Estas obras llevaban la misión de catequizar a las poblaciones nativas, por ello se prohibían los libros de romance o imaginación -las populares novelas de caballería- ya que se temía que los indígenas leyeran esos textos perniciosos, tan alejados del camino de Dios, y “aprendieran vicios y malas costumbres”. Las reales cédulas y más aún, las medidas dictadas por los agentes del Santo Oficio -la Inquisición tenía tribunales muy exigentes- provocaban la censura de los títulos prohibidos, aunque sostienen algunos autores, siempre hubo resquicios por donde viajaban hacia Hispanoamérica.

Por esos mismos días, Carlos V había aprobado la solicitud del Obispo Zumárraga para instalar una imprenta y un molino de papel en la ciudad de México. Sin que haya concluido la década de 1530, salían a la luz las primeras hojas impresas en el continente americano, donde poco a poco fueron llegando otros impresores y uno de ellos, Antonio Ricardo, al cabo de dos años de editar obras en México, decidió trasladarse a Lima. Allí recibió la licencia real y con el taller armado dentro del Colegio de la Compañía de Jesús, inició su marcha con una Pragmática impresa en 1584. En sus manos había nacido la imprenta en América del Sur y a semejanza de lo sucedido en la capital del virreinato de Nueva España, en Lima, cabeza del Virreinato del Perú, se fueron instalando otras imprentas que distribuían sus obras a lo largo y ancho de su territorio. Libros para uso civil, administrativo y religioso salían de aquellas prensas; obras originales -escritas en los nuevos dominios hispánicos, como lo fue el Arauco Domado, de Pedro de Oña, que Antonio Ricardo publicó en Lima en 1596–, reediciones de títulos ya publicados en España o México, y obras pías bilingües. La política española de secretismo de los Austrias ejercía sus controles en las obras a publicar sobre o desde América -debían obtener una licencia de impresión, la que se otorgaba siempre y cuando superaran la censura del tribunal jurisdiccional-, y éstas, una vez autorizadas circulaban por el territorio americano; buen ejemplo de ello son los libros que marchaban constantemente entre México y las Islas Filipinas a través del Galeón de Manila. De igual modo, los textos en lenguas nativas publicados en Lima eran inmediatamente distribuidos a los lugares en los que se hablaba estas lenguas, como sucedió con la obra de Febres ‘Arte de la lengua general del Reyno de Chile’ (Lima, 1765).

Con una industria cada vez más desarrollada en la propia Europa, la circulación de libros, al margen de los envíos para las órdenes religiosas, se extendió con prontitud. Se sabe que, en 1607, un comerciante en Buenos Aires sacó a la venta 293 volúmenes y se los ofreció a un colega en Santiago del Estero. En ese tiempo, imaginemos las demoras en las comunicaciones, al no tener noticias sobre el primer beneficiado para la venta, los puso en manos de otro mercader, esta vez en la joven aldea situada a la vera del Plata; aquí habrán encontrado su nuevo destino.

Los títulos llegaban a Buenos Aires en las bodegas de las naves despachadas en España; por ejemplo, en 1637 un jesuita arribó a nuestro puerto con una diversidad de elementos muy necesarios; desde barras de hierro hasta una cantidad de libros para los colegios de la Compañía de Jesús, y para varias personas “que a este fin habían entregado sumas diversas”. En sus colegios, los jesuitas vendían libros a particulares -hay una lista de estos libros en el Archivo General de la Nación-, lo hacían a precio de costo, porque tenían en claro que la circulación de la letra impresa era la circulación de la cultura y el conocimiento. Tanto es así que de algunos títulos importaban 17, 20 y hasta 36 ejemplares; entiéndase, de un mismo título. Verdaderos best-seller de la época. Y los importaban desde España, Francia, Italia, Alemania, Flandes. Importaban libros y mapas; Furlong menciona una declaración ante la Aduana de 12 mapas del Paraguay, y un conjunto de libros, entre ellos “Política Indiana”, de Solorzano Pereyra.

Otro investigador argentino, José Torres Revello, ubicó en el Archivo de Indias catorce listas de libros que se embarcaron hacia Buenos Aires entre 1698 y 1728 para su venta allí. Si hasta había alguna autoridad eclesiástica que se quejaba por la excesiva cantidad de libros que circulaban en estas tierras. Lo expresamos al inicio, la Iglesia pretendía controlar todos los títulos que se enviaban -tarea del Tribunal de la Inquisición-, y lo mismo hacían las autoridades reales.

Los jesuitas que construyeron las llamadas reducciones guaraníticas desde los inicios del 1600, reclamaron por largo tiempo a las autoridades de la Compañía de Jesús la compra de una imprenta y el envío de algún hermano que entendiera del oficio. Estaba en el deseo de los misioneros llevar a la letra impresa distintas obras traducidas a las lenguas locales, entre ellas los vocabularios, de enorme utilidad para todos los religiosos que estaban en plena tarea de evangelización. Sin la autorización deseada, corrían por la región ejemplares copiados a mano, a imitación de la letra impresa. Pero debió llegar el siglo XVIII para que los propios misioneros construyeran una imprenta con los recursos locales y sacaran a la luz un Martirilogio Romano y algún otro librito -ninguno de ellos, lamentablemente, llegó hasta nuestros días-, hasta que en 1705 apareció la obra De la Diferencia entre lo temporal y eterno, de Juan Eusebio Nieremberg, ilustrada con preciosas viñetas -la mayoría xilográficas- y láminas grabadas en bronce por los indígenas, de la que se conocen dos ejemplares con pequeñas diferencias entre sí. Uno de ellos formó parte de la colección de Pedro de Angelis, y puesto a la venta lo adquirió Rafael Trelles, para disgusto de Bartolomé Mitre, que trató infructuosamente de comprarlo. Muerto Trelles, al dispersarse su biblioteca en 1916 quedó en manos de Enrique Peña, y su hija, también coleccionista, Elisa Peña, lo donó al Museo Enrique Udaondo de la ciudad de Luján. La imprenta jesuítica de las Misiones había dejado de funcionar en 1727 luego de publicar veintitrés títulos -varios de ellos conservados en distintos ejemplares-, según el minucioso estudio realizado por el padre Guillermo Furlong.

Los pueblos de las misiones jesuíticas tenían sus propias bibliotecas, siendo la más notable la del Pueblo de la Candelaria, donde se encontraba radicado el Padre Superior. Cuando los miembros de la Orden fueron expulsados en 1767, se inventariaron sus bienes y pasaron a disposición de la Real Junta de Temporalidades. Se sabe que finalmente, buena parte de sus libros -incluidos los de la Librería Grande o Mayor, del Colegio Máximo de los jesuitas en Córdoba- ingresaron al patrimonio de la Biblioteca Nacional. Algunos se habían deteriorado por problemas de humedad, otros fueron distribuidos entre los aborígenes que repararon los techos de la biblioteca levantada por los misioneros, y de los provenientes de Córdoba, una parte de ellos fue devuelta en su tiempo a la Universidad Mayor de San Carlos, antiguo nombre de la Universidad de Córdoba. En el año 2000, por un decreto presidencial, retornaron a aquella ciudad todos los demás traídos desde allí, y que se encontraban en la BN. Desde entonces se los exhibe en el Museo Histórico de la Universidad Nacional de Córdoba, tomados los recaudos para su preservación.

En cuanto a los libros reunidos por esos años entre los particulares en nuestra porción de América, el mencionado Furlong supo detenerse en las distintas bibliotecas conocidas, algunas incluso con detalle de su contenido, formadas en el siglo XVII en el actual territorio argentino. Por caso, indicó que en la ciudad de Córdoba fueron muchos los reservorios privados de los que se tiene información a través de los testimonios escritos. El propio Furlong se sorprendió cuando su estudio sobre aquellas bibliotecas coloniales repercutió en otras varias investigaciones; entre ellas, la del profesor Jorge Comadrán Ruiz, que describió las constituidas por particulares en Cuyo en el siglo XVIII.

Ya lo explicamos, en la ciudad de Córdoba del Tucumán -así denominada por entonces- se encontraba el Colegio Mayor de los jesuitas, que habiendo contado en las Misiones de Guaraníes con una imprenta por casi tres décadas desde el 1700, a mediados de esta centuria, reclamaron ante Roma y Madrid el permiso para adquirir otra imprenta, no habiendo ninguna activa en Buenos Aires, Tucumán y Paraguay; su jurisdicción eclesiástica.  Sin embargo, tan importante deseo recién pudo cumplirse en 1764 cuando llegaron los 17 cajones que contenían todos los elementos necesarios para la impresión de papeles, instalándose el equipo en el Colegio de Monserrat bajo la dirección del impresor Pablo Karrer, jesuita alemán también llegado en dicho año. Ya con las licencias necesarias, en el bienio que va desde el inicio de sus actividades hasta la expulsión de 1767, la imprenta jesuita de Córdoba publicó al menos cuatro obras, tres de las cuales han llegado hasta nuestros días.

Retornando al siglo XVII, sorprende que, en un testamento de 1609, se sugiere vender los libros heredados, venderlos en Chuquisaca o en Chile… Está muy claro, el comercio era fluido, y los libros vaya que circulaban. Entre los distintos inventarios conservados en documentos de aquella época, identificamos la Chorografía del gran Chaco Gualamba, del Padre Lozano, varios ejemplares de la Diferencia entre lo temporal y eterno -en ediciones españolas-, y hasta dos ejemplares del Ritual Peruano en una biblioteca particular argentina, la de Gregorio Aleman, fallecido en 1733.

Más aún, en 1739 se hizo un remate con los libros que habían pertenecido a la biblioteca del Gobernador de Tucumán ya fallecido; entre otros títulos se incluía ahí un ejemplar de la Historia del Perú, otro de la Historia de México.

En palabras de Furlong, uno de los historiadores más preciados -y lo mismo encontraremos en textos de Torres Revello, por supuesto- en la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX Buenos Aires tuvo un extraordinario movimiento bibliográfico y era considerado “un mercado excepcional para la venta de libros”. Ya en esos años, hacia 1760, se había abierto la primera librería en esta ciudad -una tienda de libros al público-, bajo la titularidad de José de Silva y Aguiar, una personalidad destacada que tiempo más tarde impulsó la instalación del taller de Niños Expósitos -fue nombrado su regente y administrador-, la primera imprenta activa en Buenos Aires, aunque son numerosas las evidencias que probarían el funcionamiento previo de alguna pequeña y rudimentaria prensa particular de la que habrían salido hojas sueltas con fechas escasamente anteriores a 1780. Lo cierto es que la imprenta comenzó a funcionar anexada a la Casa de Niños Expósitos -la venta de sus producciones impresas ayudaban a costear las labores humanitarias de dicha Cuna de huérfanos- y así fue aprobada por real cédula firmada por Carlos III en 1782.

A propósito de este establecimiento, digamos que inició su marcha hacia 1780, incorporando a su actividad de imprenta otras fuentes de ingreso, como la encuadernación, la fabricación y venta de libros en blanco -así como de tintas- para comerciantes y oficinas públicas, y la venta de libros traídos de España. Siendo Silva y Aguiar su administrador, le fue permitido abrir un baratillo de libros. Reemplazado este por mala gestión, poco antes de abandonar el cargo su sucesor, Alfonso Sánchez Sotoca, propuso en 1788 surtir la tienda de libros, “como son Artes, Ejercicios cotidianos y otros semejantes de poco costo y mucha salida, como tienen todos los libreros, que es lo que los mantiene.”

Aquella imprenta de los Expósitos había comenzado su actividad cuando Buenos Aires tenía una población estimada en unos 23000 habitantes; su objetivo era atender la demanda de obras impresas -papeles sueltos, opúsculos y libros-, de todo el Virreinato del Río de la Plata, que comprendía los actuales territorios de Argentina, Bolivia, Paraguay y Uruguay, quizás unas doscientas mil personas. Cuando la primera imprenta se instaló en México esa ciudad tenía quince mil habitantes, y cuando sucedió lo propio en Lima, la población local no llegaba a los diez mil.

Con la documentación disponible fueron varios los historiadores que se abocaron a echar luz sobre las primeras producciones de esta imprenta. Su primer administrador, el mencionado Silva y Aguiar, informó en sus cuentas el volumen de los impresos publicados, las que habrían señalado siempre una cantidad inferior a la real -sospechas que derivaron en una intervención ordenada por el Virrey-; entre otros, almanaques y guías para 1781, 2.280 ejemplares; catecismos, 13500; tablas para contar, 2676; catones (1), y cartillas (2), 65354 en cuatro ediciones. También se reproducían las Gazetas llegadas desde Madrid y Lisboa, fueron 1458 ejemplares las rendidas en el primer informe de Silva y Aguiar. Los precios de venta de cada obra eran los siguientes: Almanaques y Guías, 3 pesos; Catecismos, 2 pesos; las primeras Gazetas, 12 reales (equivalentes a 1,5 pesos); tablas para contar, 5 reales; cartillas, 6 reales, encuadernadas y al menudeo, el doble; y los catones, 3 pesos. Por supuesto, no todas las obras se vendían, quedando un remanente de impresos aún sin salir. Por ejemplo, al 31 de octubre de 1782, de la Carta Pastoral del Obispo de Córdoba (Fray José Antonio de San Alberto), cuya edición comprendió 41 ½ docenas (498 ejemplares), sólo se habían vendido para la misma fecha 28 ejemplares”.

Dispuestos a beneficiar a la Casa de Niños Expósitos creada en el mismo momento, las autoridades le otorgaron a su imprenta el privilegio exclusivo de venta de los libros para la educación primaria -catones, catecismos y cartillas-, por diez años. Dando cumplimiento a esta orden fue instruida la Aduana para que no se permitiera el ingreso de estos opúsculos desde España y para que en ésta no se autorizara su salida; aunque a la luz de los reclamos conocidos, los libros siguieron llegando y vendiéndose a precios más bajos que los publicados por la imprenta de los expósitos.

En cuanto a la gestión de Silva y Aguiar, lo cierto es que los cargos levantados fueron dejados sin efecto y en 1789 retornó a dirigir la imprenta, ahora como arrendatario, asociado a su garante, Antonio José Dantas, hasta que presentó su renuncia a fines de 1794 sucediéndole el propio Dantas, que no era librero ni impresor, pero que supo llevar adelante la empresa apoyado primero por un nuevo socio, Francisco Antonio Marradas, y más adelante por el antiguo impresor, Agustín Garrigós, quien finalmente la arrendó en  octubre de 1799 y por el término de cinco años. Le sucedió Juan José Pérez, también por el período de un lustro, luego de ganarle en el remate público con una oferta más alta. Fue Pérez quien se responsabilizó de publicar las numerosas hojas relativas a la defensa y reconquista de Buenos Aires y Montevideo frente a los invasores ingleses. Los sucesos de Mayo de 1810 encontraron al frente de esta imprenta al decidido patriota Agustín Donado.

Entre los bibliófilos activos en tiempos del Virreinato del Río de la Plata se destaca Benito Mata Linares, quien llegó a Buenos Aires hacia 1787, dedicándose a reunir obras y papeles históricos formando un nutrido conjunto que hoy se conserva en la Biblioteca de la Academia de la Historia de Madrid. Otro que supo constituir su biblioteca fue el Intendente Gobernador de Buenos Aires, el español Juan Manuel Fernández, quien reclamó a Madrid una imprenta para esta ciudad, la que finalmente llegó desde la ciudad de Córdoba por iniciativa del Virrey Juan José de Vértiz; se trataba de aquella imprenta que habían llevado los jesuitas en 1764 y que expulsados estos en 1767, había quedado inactiva en el Colegio de Monserrat.

En los inicios del siglo XIX las tertulias literarias más concurridas en Buenos Aires se realizaban en la vivienda del español Juan Matías Gutiérrez, quien formó una importante biblioteca, heredada por su hijo Juan María.

El comercio del libro entre 1810 y 1829.

Los comercios -en su gran mayoría, aún no especializados- ofrecían libros de edición local e importados, hojas sueltas y folletos impresos, partituras y periódicos. Se vendían así en tiendas, pulperías, casas de negociantes y particulares, fondas y lo dijimos, en la propia casa de Niños Expósitos, donde funcionaba su imprenta. Por ejemplo, las tiendas-librerías de Jaime Marcet -tenía dos locales, en los que otorgaba preferente atención a la venta de libros- ofrecían mediante avisos en La Gaceta Mercantil -periódico de larga vida iniciada en 1823- “una serie de impresos -muchos de ellos eran publicaciones nacionales editadas en unos pocos pliegos- que hoy son piezas bibliográficas de importante valor” -según cuenta Alejandro E. Parada en su estudio El mundo de los libros y de la lectura durante la época de Rivadavia. Marcet promocionó en otro anuncio, casi un centenar de títulos en una sola lista; además promovió suscripciones y rifas con libros como premio.

Apenas iniciado el proceso revolucionario de Mayo de 1810 en Buenos Aires se había creado la Biblioteca Pública con una maravillosa contribución de particulares; entre ellos, hasta donó libros un librero instalado en esta ciudad, un tal Agustín Eusebio Favre. Antes le había vendido libros de medicina al Hospital de Mujeres… Otra mención al comercio de libros aun en tiempos virreinales. En los primeros dos meses se reunieron cuatro mil volúmenes gracias a la benevolencia de los vecinos, como el canónigo Luis José de Chorroarín, que entregó su biblioteca personal; a monseñor Azamor y Ramírez, ya fallecido, que la había donado en 1795 para que integrara la futura biblioteca pública, y a las medidas adoptadas por la Junta, que confiscó la biblioteca del obispo realista de Córdoba, Antonio Rodrigo de Orellana, herencia jesuítica. Lectura y educación marchaban de la mano, y en las primeras medidas de gobierno la Junta patriótica se dispuso también a recuperar la potencia didáctica del Colegio San Carlos, convertido en esas horas en cuartel de tropas.

Con el mismo celo por la educación primaria, en 1815 las autoridades le encargaron a la Imprenta de Niños Expósitos la publicación de libros, catecismos, cartillas y tablas de contar “para el auxilio de los niños pobres”; para ellos el costo era absorbido por las arcas públicas, en tanto que para los demás, cada familia debía pagar el precio indicado por la imprenta.

Lo cierto es que, dirigida por administradores y arrendatarios, la Imprenta de Niños Expósitos siguió publicando hasta bien entrada la década de 1820, aunque para entonces sus prensas y demás avíos se encontraban cada vez más exhaustos, y sus arcas sufrían la competencia de las otras imprentas activas por entonces en Buenos Aires. Finalmente, el gobierno dispuso en 1825 pasarla al control del Estado, designando a su personal y modificando su nombre original por el de Imprenta del Estado.

Sobre la cantidad de ejemplares que se imprimían de un título en esa época -ya mencionamos las partidas impresas en los primeros años del taller de los Niños Expósitos-, resulta esclarecedor el aviso que publicó la librería de Juan Manuel Ezeiza, de Buenos Aires, en La Gaceta Mercantil del 2 de noviembre de 1827 informando la existencia de 400 ejemplares de la Aritmética y 300 de la Gramática. Eran textos de educación para niños, pero es el dato del inventario de una sola librería

Si tomamos desde octubre de 1823 a diciembre de 1828, encontraremos en los manifiestos de cargamentos llegados desde otras plazas foráneas, 387 cajones y 56 baúles con libros. Este volumen surgió por las órdenes de 72 importadores; libreros y comerciantes de otros rubros. Se demuestra así el vivo interés por traer a estas costas material impreso en otras latitudes. Siendo ministro de Gobierno, Rivadavia suprimió los derechos aduaneros correspondientes al libro y derogó las disposiciones que limitaban su entrada al país.

En las páginas de La Gaceta Mercantil se llegaron a ofrecer libros al “por mayor para la exportación a Chile o al Perú”; las personas interesadas -indicaba el aviso- “encontrarán la colección más propia a dichos países a los precios más equitativos”. La misma librería ofrecía el servicio “de hacer venir de Europa las obras que se le designe con la mayor exactitud y brevedad posible”. (En un aviso publicado el 4 de diciembre de 1828). De igual modo otro comerciante, Guillermo Dana, promocionó su gestión para traer libros desde París en español, inglés, francés, italiano o latín, y hasta ofrecía un catálogo de libros en los idiomas citados, indicando que no se trataba de una acción fortuita, sino de un negocio organizado con solvencia y conocimientos.

Cuenta Rafael Alberto Arrieta en “La ciudad y los libros” que en 1825 se ofrecieron a la venta los setenta y ocho tomos encuadernados de “una colección de todo cuanto se ha impreso en Buenos Aires desde el 26 de junio de 1808 hasta el día”.

Los avisos muestran una gran actividad comercial con libros llegados de distintos países, algunos con listas de los títulos más destacados, y otros más genéricos, pero que también indican el alto volumen operado. Por ejemplo, la primera casa litográfica instalada en Buenos Aires, propiedad del francés Jean Baptiste Douville y de su prometida, la señorita Pillaut Laboissière, publicó dos avisos dando cuenta del arribo de cajones con unos 1200 libros llegados desde Europa. Y fueron numerosos los avisos posteriores que ofrecían algunos títulos, publicados por orden de libreros y también de comerciantes de otros ramos, de particulares, de casas de remate y de imprentas. Sobre estas últimas, Alejandro E. Parada se detiene en la de Esteban Hallet, indicando que no sólo oficiaban de imprentas, sino que, además, eran potenciales lugares de expendio de impresos, periódicos y libros.

La actividad era tan amplia que hasta convocó a un encuadernador inglés; recién llegado, en 1825 promocionó su actividad en el periódico El Argos de Buenos Aires.

Hubo incluso bibliotecas circulantes, cuyo propietario redactaba un catálogo de los libros en existencia y los abonados podían retirar los títulos deseados para su lectura, modalidad que continuó en el tiempo. Al parecer, la primera fue la de Ortiz, un librero dedicado a las obras en español, ubicado en la calle Potosí. Tiempo más tarde, la gran librería de Marcos Sastre aplicó esta técnica.

Los estudios históricos consultados indican que, a finales de la presidencia de Rivadavia, la Biblioteca Pública de Buenos Aires (hoy, BN) ya contaba con alrededor de 18000 volúmenes. Algunos años más tarde, en las páginas de La Gaceta Mercantil se ventiló un debate sobre su estado; los defensores de su gestión se lamentaban de que, pese a la fuerza de ley que poseía, no se lograba que depositaran un ejemplar gratis de todos los papeles públicos y de las obras nuevas. Lo cierto es que, con el apoyo económico menguado por parte del gobierno, la Biblioteca Pública sufrió un fuerte deterioro en tiempos de Juan Manuel de Rosas. Así lo reflejó el viajero francés Xavier Marmier, quien llegó a Buenos Aires en 1850 y dejó sus opiniones en un libro que traducido al castellano se publicó en 1948: “La biblioteca pública -escribió Marmier- donde Rivadavia había reunido veinte mil volúmenes, y a la que destinó una renta anual, ha sido despojada del subsidio y abandonada a las ratas.” (3) Aquel viajero también extendió su mirada sobre los comercios de libros, cuyos titulares, por miedo a comprometerse ante la mirada de las autoridades federales, habían mermado significativamente sus existencias. Este problema los aquejaba desde los inicios del gobierno de Rosas; así lo demuestra una crónica del francés Arsène Isabelle que asombrado, narró un episodio motivado por una obra nueva cuyo título no recuerdo -así lo reconoció. Ese título formaba parte de una importación de libros; los importadores fueron encarcelados, y embargados todos los libros, alimentaron la hoguera encendida en la plaza pública frente al Cabildo. (4)

En la época de Rivadavia se editó una gran cantidad de impresos, varios libros importantes, y una profusa y heterogénea variedad de folletos, bandos, decretos, manifiestos, proclamas, etc, que abordaban en especial temas políticos y coyunturales. Los diversos enfrentamientos ideológicos, morales, religiosos y económicos se manifiestan en los impresos de la época. Los pleitos entre particulares se ventilaban en las hojas impresas, modalidad que se extendió durante el gobierno de Rosas.

En las páginas de La Gaceta Mercantil encontramos una variedad de avisos referidos al mundo del libro. En algunos se indicaba: quienes quieran vender, deben concurrir a tal dirección. Se buscaban títulos, tomos para completar colecciones, y hasta ubicamos al muy interesado que se atrevía a pagar por encima de su valor de mercado. Incluso, se publicaban textos reclamando la devolución de libros. Y hasta se identificaron avisos con “baratillos de libros”, o “quemazones”, en los que se vendían a precios muy accesibles.

Muy doloroso a nuestros ojos, también se publicaron avisos con ofertas de impresos “por resma a precio muy acomodado y propio para envolver” -seguramente, el fruto de los fracasos en las ventas. Tiempo más adelante, cuando las naves de la escuadra francesa bloquearon el puerto de Buenos Aires en pleno gobierno de Rosas, la escasez de papel obligó a echar mano con mayor énfasis a las hojas impresas para envolver las mercaderías. La presencia de más bibliófilos, sin duda, las habría salvado de este infame destino. Incluso, todos los libreros anticuarios hemos visto encuadernaciones que en las guardas utilizan este papel con anotaciones manuscritas de época.

Los mapas, planos y cartas náuticas, globos terráqueos y “linternas mágicas” también eran ofrecidos y demandados a través de los periódicos mediante avisos.

Con la caída del régimen hispánico en América, los documentos manuscritos coloniales quedaron en poder de los funcionarios virreinales y en pleno siglo XIX se incorporaron a las colecciones particulares, llegaron a las mesas de los editores -Pedro de Angelis fue uno de ellos-, o viajaron hacia los círculos eruditos europeos.

En tiempos de Rosas

En el largo período que Juan Manuel de Rosas gobernó la ciudad y campaña de Buenos Aires, y buena parte de la Confederación Argentina marchó a su ritmo, o contra su ritmo (desde 1829 a 1852, con un interregno entre 1832 y 1835, aunque también con una fuerte presencia de su fuerza política), los intelectuales tildados de unitarios protagonizaron un importante éxodo debiendo emigrar hacia Uruguay, Brasil, Chile y Bolivia, especialmente. Claro ejemplo de aquella situación es la que protagonizó Marcos Sastre, dueño de la famosa Librería Argentina que debió liquidar con celeridad sus existencias luego de la clausura en 1837 del Salón Literario que allí funcionaba. Esta medida del gobierno bonaerense marcó el inicio de una más severa política de control sobre la actividad intelectual, identificando a leales y adversarios: federales y unitarios; proceso que se consolidó definitivamente después de la derrota de la “insurrección de los libres del Sur” en 1839.

Entre las casas dedicadas a la venta de libros abiertas en esos años, encontramos la Librería del Colegio, creada en 1830; la Librería Central, de Lucien; la de Teófilo Duportail -que compró Sastre, y luego se dispersó con la venta de esta última-; la de Ezeiza, o Eseiza, ya citada; la de José Ocantos y la de Pedro Leverf, un francés que no soportaba el olor a tabaco.

Algunas imprentas y casas litográficas también se dedicaban a la venta de libros, en tanto que se abocaban especialmente a comercializar sus producciones con suerte diversa. César Hipólito Bacle, con el título de Litógrafo del Estado, anunció su colección de retratos Fastos de la República Argentina con cuadernos de cuatro retratos por entrega, cada uno con su biografía. Pero la falta casi total de suscriptores hizo fracasar la iniciativa. Sólo la compra oficial de unas quinientas láminas con la figura de Rosas impulsó su cometido en 1830. En esos años publicó además los retratos de varias figuras públicas, muchos de ellos costeados por las arcas oficiales, siempre para distribuir entre la población con fines de propaganda gubernamental. En 1841 el saboyano Carlos Enrique Pellegrini sacó a luz el álbum Recuerdos del Río de la Plata, una obra de gran calidad, compuesta por veinte láminas. Luis Aldao también publicó álbumes de gran valor iconográfico, ilustrados por Carlos Morel, Albérico Isola y Julio Daufresne. Otra experiencia fracasada la protagonizó Arzac con su imprenta, que inició en 1844 la publicación de una Galería de Ilustres Contemporáneos. Cada biografía constaba de un cuadernillo de 16 páginas más el grabado del personaje hecho en la Litografía de las Artes: cesó con el cuaderno N° 4 por la falta de suscriptores. Dispuesto a salvar esos escollos con otra fuente de ventas, en su Litografía de las Artes, Gregorio de Ibarra anexó una librería.

Retornemos al gran litógrafo ginebrino, César H. Bacle, y a su denuncia por plagio contra un colega, Arístides Hilario Bernard, quien había publicado en 1834 una serie de litografías de trajes de Lima. Bacle lo acusó en los tribunales de plagio, de operar una casa litográfica sin la debida licencia y de usar también sin permisos el emblema del Estado. Aquel episodio nos permite confirmar otra vez el comercio de obras impresas con Perú.

Del taller de Bacle salieron importantes obras, algunas rotundos fracasos económicos -como lo fue el Registro de marcas de ganado, que sólo consiguió ocho suscriptores-, y buena parte de ellas de enorme importancia para la propaganda política de la causa federal. Sin embargo, Bacle cayó en desgracia y el gobierno de Juan Manuel de Rosas lo engrilló y encarceló por largos meses, hasta que muy enfermo, fue liberado para morir pocos días más tarde. Este episodio fue central en el conflicto desatado con Francia que derivó en el bloqueo naval de los puertos de la Confederación Argentina.

En el gobierno de Juan Manuel de Rosas se desató una verdadera contienda política entre los periódicos federales y unitarios, contrapunto que en numerosas ocasiones se expresaba en versos “gauchipolíticos”. En este periodismo de combate, los autores contrarios a la opinión oficial sufrieron diversas persecuciones. En tanto, el gran periódico federal fue El Archivo Americano -se publicó entre 1843 y diciembre de 1851-, redactado por Pedro de Angelis y supervisado personalmente por Rosas. Se editó en castellano, inglés y francés, y tuvo por misión contrarrestar la crítica vertida por la campaña antirosista desplegada en numerosos medios europeos, la que contaba con el respaldo de los exiliados.

En Buenos Aires, especialmente, la exaltación partidaria con especial mención a Rosas, a su mujer Encarnación Ezcurra y a su hija Manuelita se plasmó en libros, folletos, hojas sueltas impresas, periódicos, litografías, versos e himnos y otras expresiones musicales, e incluso en obras de teatro.

Refiriéndonos al ámbito educativo, el gobierno federal rompió con la Compañía de Jesús en 1841, pero uno de sus sacerdotes, el padre Francisco Majesté, secularizado, trabajó arduamente en el nuevo Colegio Republicano Federal, inaugurado en 1842. A nivel universitario, los egresados debían jurar su lealtad a la Causa Nacional de la Federación. Estas medidas encontraban detractores y partidarios; los primeros en general partieron al exilio e instalaron la imagen de la “barbarie rosista”. Sin embargo, numerosas personalidades prosiguieron sus labores intelectuales aquí afincados, obligándonos a reflexionar hoy sobre aquel juicio de valor. Destacamos entre ellos a Vicente López y Planes, Dalmacio Vélez Sarsfield, Vicente Anastasio Echevarría, Miguel Estevez Saguí, Manuel J. García, Roque Sáenz Peña, Manuel Obligado, Nicolás Descalzi y Francisco Javier Muñiz; todos ellos de merecido prestigio en sus campos de acción.

En esta confrontación histórica, con el exilio de tantos lectores, con las librerías disminuidas y con la producción de las imprentas controlada por el Estado, la merma de los bibliófilos fue inevitable. Para esos años sólo se mencionan dos grandes coleccionistas de libros, documentos y manuscritos: Saturnino Segurola y Pedro de Angelis. Después de la muerte de aquel, en 1854, sus herederos entregaron los papeles históricos a la Biblioteca Pública y ese mismo año, su biblioteca fue sacada a la venta en remate y la mayor parte de los libros pasaron a manos del entonces coronel Bartolomé Mitre. En los inicios de 1820, Alexander Caldcleugh, miembro del personal diplomático de la legación británica en Río de Janeiro que estuvo entonces en la ciudad, había observado que “se hallan en poder de particulares manuscritos curiosos por los que piden precios muy altos y que la mejor colección privada, conocida por él, pertenece al doctor Saturnino Segurola. No era éste aún director de la Biblioteca.” (5)

Pedro de Angelis, por su parte, logró formar una colección enorme abrevando en el círculo de sacerdotes ilustrados que, entre otros temas, atesoraban manuscritos de los jesuitas, vocabularios indígenas y libros. De Angelis también se contactó con las familias y viudas de los pilotos y geógrafos de la administración colonial, quienes guardaban copias u originales de los mapas y descripciones del país, además de vincularse estrechamente al gobierno de Juan Manuel de Rosas, accediendo a los archivos oficiales y publicando su célebre “Colección de Obras y Documentos relativos a la Historia Antigua y Moderna de las Provincias del Río de la Plata”. Teñido de sospechas sobre sus adquisiciones, apropiaciones y uso de aquellos papeles -son conocidas sus rencillas contra el ingeniero José Álvarez de Arenales, encargado del Departamento Topográfico de Buenos Aires, y las quejas del propio padre Saturnino Segurola, quien le había facilitado algunos de sus tesoros-, construyó una notable colección, la que tuvo un destino diferente a la de aquel, ya comentada. Luego de un primer intento fallido con Brasil en 1846, de Angelis gestionó la venta de su biblioteca con el general Justo José de Urquiza entre 1849 y 1850. Las tratativas se extendieron a lo largo de esos dos años, recibiendo un fuerte rechazo de Vicente López y Planes -asesor del entonces gobernador de Entre Ríos-, que la consideraba inadecuada para el fin previsto: sería trasladada a Concepción del Uruguay para el uso del alumnado del Colegio allí creado en julio de 1849. Lo cierto es que por esta u otras razones -ya Urquiza se distanciaba cada vez más de Rosas-, todo quedó en un punto muerto y son numerosos los historiadores que juzgan con severidad a Urquiza y López y Planes por este suceso, ya que finalmente la biblioteca partió en 1853 hacia Brasil.

Después de la batalla de Caseros, sin el respaldo político de Rosas y casi en la miseria, Pedro de Angelis logró que buena parte de su biblioteca fuera adquirida por el Emperador del Brasil, don Pedro II, y hoy permanece en la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro: 2785 libros y folletos impresos, y 1291 documentos manuscritos y mapas. Se sabe que ya había vendido numerosas obras aquí antes de esa operación, y el resto se desperdigó antes de su muerte en sucesivas ventas particulares. Sólo una mínima parte de los documentos de su colección, borradores y notas bibliográficas, además de cartas personales y oficiales, integran el fondo Pedro de Ángelis que se conserva en el Archivo General de la Nación.

Hubo otras bibliotecas privadas, claro que sí, aunque no alcanzaron el brillo de las dos nombradas. Me refiero a las de Manuel Moreno -hermano y biógrafo de Mariano Moreno-; Dalmacio Vélez Sarsfield; Baldomero García; Eduardo Lahitte -el único de los juristas consultados por Rosas que se opuso al fusilamiento de Camila O´Gorman-; Manuel Insiarte -al parecer, la biblioteca particular más importante de la época-; Santiago Viola, quien armó una nutrida biblioteca literaria; por su parte, Florencio Varela y Juan María Gutiérrez, exiliados ambos, siempre tejieron contactos para incrementar sus bibliotecas en el afán de mantener viva “la manía de juntar papeles americanos”, como le confesaba Gutiérrez a su amigo Barros Arana en 1861.

Algunos, es el caso de Antonio Zinny, se abocaron a reunir publicaciones de una o dos hojas. Bien los calificó Buonocore con el título de “cazadores de impresos menores”, en referencia a bandos, manifiestos, proclamas, oficios, etc. Zinny formó una gran colección de impresos y de periódicos de Sudamérica. Esta última fue vendida a la Biblioteca Pública Central de la Universidad de La Plata, institución que lo contrató para recorrer el interior de Argentina y adquirir más ejemplares en el afán de ampliar y completar esa colección. Agregamos que Zinny fue un enorme bibliógrafo y publicó numerosas obras aun hoy de consulta imprescindible.

Otro cazador de impresos menores fue Mariano Vega, quien donó su colección de las invasiones inglesas a Bartolomé Mitre -Vega había participado como soldado de la defensa y reconquista de Buenos Aires-; hoy se conserva en la Biblioteca pública que lleva el nombre del ex presidente de la Nación.

 

 

Después de Caseros

Alejado Juan Manuel de Rosas del gobierno de Buenos Aires y exiliado en Inglaterra, la Confederación Argentina recibió con entusiasmo a todos los emigrados que se habían visto obligados a partir hacia el destierro en tiempos federales. Ese retorno, como es de imaginar, se plasmó también en la industria editorial y el mundo del libro, aunque la evolución político institucional del país no fue un proceso armónico y breve. Los vaivenes y luchas partidarias continuaron y hubo nuevos exilios, pero era otro el escenario que se vivía. “Todas las opiniones tienen tribuna”, afirmaba Rafael A. Arrieta en su obra citada, aludiendo a la libertad de prensa vigente; aunque siendo Mitre gobernador de la provincia de Buenos Aires clausuró El Nacional, diario que dirigía Nicolás Avellaneda, por un artículo. Al margen de esas excepciones, libros y diarios circularon sin trabas y las librerías crecieron en calidad y cantidad -en 1855 ya eran once las que actuaban en Buenos Aires-, lo mismo que las imprentas y casas editoras.

En la década de 1860, Pablo Mota, editor y dueño de la Librería del Colegio, distribuyó su Almanaque agrícola e industrial de Buenos Aires. En la contratapa de uno de sus números publicitaba un extracto del catálogo de la librería; ahí estaban ordenadas por título, autor, lugar y año de edición, cantidad de tomos y sus precios, una selección de obras entrañables. Las librerías editaban sus catálogos; por ejemplo, la de Claudio M. Joly los publicaba en castellano y francés, y recibía todas las novedades -lo anunciaba-, literarias y científicas. De igual modo, la Librería Europea de Luis Jacobsen, tenía corresponsales en Madrid, París, Londres, Dublin, Leipzig, Nápoles y Nueva York, y publicaba semanalmente en varios diarios listas bibliográficas; además distribuía catálogos especializados. Se jactaba de tener el mayor y mejor caudal bibliográfico escogido. Los libros extranjeros fluían en Buenos Aires. Jacobsen y sus colegas ofrecían el servicio de suscripciones a periódicos foráneos y se cuenta que algunas revistas tenían más lectores abonados en Argentina que en sus ciudades de origen.

A lo largo de la segunda mitad del siglo XIX se afirmaron auténticos colosos de la letra impresa, entre los que podemos mencionar a Benito Hortelano, Carlos Casavalle, Juan B. Igón -junto a su hermano fueron los nuevos dueños de la Librería del Colegio, donde las tertulias literarias renovaban sus parroquianos con las nuevas generaciones y reafirmaban sus pasiones-, Abel Ledoux -además de editor era el dueño de la Librería La Victoria y vendió el ejemplar “De la diferencia entre lo temporal y eterno” de de Angelis, impreso en 1705 en las Misiones jesuíticas-, Ángel Estrada, Félix Lajouane, Pablo E. Coni, Guillermo Kraft y Jacobo Peuser. Todos ellos encabezaron empresas exitosas, librerías e imprentas; algunos venidos de Europa, otros nacidos en el país. Sus anécdotas enriquecen el mundo del libro. Para comprender el fervor que por entonces se vivía, bastará con elegir un nombre al azar y ocuparnos de sus éxitos y pasiones. Fiel exponente de la época, Carlos Casavalle (Montevideo: 1826 -Buenos Aires: 1905) abrió su librería en esta ciudad en 1853 y salvo la corta mudanza de un año hacia Paraná en 1860/1, aquí alcanzó su mayor éxito. En la trastienda de la Librería de Mayo, ubicada en la calle Perú 115, se reunían en amenas tertulias Ángel Justiniano Carranza -su biblioteca forma parte de la BN, comprada en 1902-, Manuel Ricardo Trelles -gran coleccionista, fue director del Archivo Público de la Provincia de Buenos Aires y también, de la Biblioteca pública-, Antonio Zinny, Vicente Fidel López, Germán Burmeister, y tantos otros; incluso ocasionalmente se acercaban para animar esos encuentros Nicolás Avellaneda y Domingo F. Sarmiento. Entre las ediciones más exitosas de Casavallle, la Historia de Belgrano escrita por Bartolomé Mitre agotó tres tiradas de mil ejemplares cada una. Cuenta Buonocore que, por esos años, “las tiradas comunes eran de 300 o, cuando más, 500 ejemplares”. La colección reunida por Casavalle fue finalmente adquirida por el Estado nacional y hoy forma parte del Archivo General de la Nación. Un decreto dio la orden para su compra a la Casa de Remates Ungaro y Barbará en 1960 anticipándose a su dispersión en una subasta.

Varios presidentes argentinos plasmaron su afición por los libros en una buena biblioteca, aunque las dos más destacadas en el siglo XIX fueron las de Bartolomé Mitre y Nicolás Avellaneda, ambos exquisitos lectores. La reunida por Mitre, la biblioteca privada más importante del país, hoy forma parte del Museo que lleva su nombre, y es uno de los más sustanciales acervos bibliográficos de Argentina, por él catalogada, en especial su Sección de Lenguas Americanas. Con su impulso, avanzó por buen camino la organización del Museo Histórico de la Capital; en 1889 el intendente Francisco Seeber nombró una Comisión habilitada para proyectar su creación. La integraban Bartolomé Mitre, Julio Argentino Roca, Andrés Lamas -creador de un proyecto aceptado parcialmente, lo que provocó su posterior renuncia-, Ramón J. Cárcano, Estanislao S. Zevallos, Manuel Mantilla y José I. Garmendia; todos, salvo el general Roca, reconocidos coleccionistas. En los inicios de 1890 fue nombrado Adolfo Pedro Carranza con el cargo de director, quien logró inaugurar el Museo el 30 de agosto de aquel año. Con magros recursos, acudió al apoyo de los particulares que continuaron respaldando esta iniciativa cuando en 1891 fue nacionalizado. Con anterioridad, Mitre había donado la espada del general José María Paz, y entre otros gestos de desprendimiento, le entregó al recientemente creado Museo Histórico, varios objetos pertenecientes a José de San Martín: el cofre de campaña, la banda que llevó en la expedición a Chile, la bandera de la división del ejército de los Andes que pasó a Chile con el comandante Cabot en 1817, y un par de pistolas.

Avellaneda, presidente de la Nación entre 1874 y 1880, también formó una importante biblioteca; buena parte de ella pasó a la provincia de Buenos Aires para dar origen a su Biblioteca pública recién creada. La debió vender para costear su único viaje a Europa, destinado a encontrar la cura de una enfermedad que lo aquejaba. Sin remedio en el Viejo Mundo y en peores condiciones de salud, se embarcó buscando retornar a su patria, pero falleció en alta mar a los 48 años.

Otras numerosas personalidades públicas reunieron importantes colecciones de libros y documentos históricos. Entre ellos destaca Andrés Lamas (Montevideo: 1817 – Buenos Aires: 1891), político, diplomático, historiador, periodista y académico. Integró la llamada Generación del 37 junto a Alberdi, Gutiérrez, Echeverría, Sarmiento y Vicente Fidel López. Hombre de acción, publicó fervientes artículos contra Rosas, defendió a Montevideo del sitio impuesto por el general Oribe -aliado de Rosas en Uruguay- y siendo diplomático, selló el acuerdo que permitió unir las fuerzas brasileñas y uruguayas al ejército conducido por Urquiza para derrotar al gobernador bonaerense en Caseros. Además, hombre de grandes luces, Lamas fundó el Instituto Histórico y Geográfico Nacional del Uruguay, fue decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Buenos Aires y en 1874 trabajó con ahínco para que se reformara el Archivo General de la Provincia de Buenos Aires, que incluiría una sala especial dedicada a la Revolución de Mayo y las guerras de la Independencia. A la par, formó una inmensa colección de papeles históricos y libros -sus áreas de interés eran muy amplias-, además de piezas numismáticas y obras de arte. Tuvo también un rol importante en la organización de exposiciones temporales -una frustrada, en 1868, y la de 1882 en el marco de la Exposición Continental realizada en Buenos Aires-, antecedentes que lo motivaron a promover la creación de un Museo Histórico Nacional, redactando incluso un proyecto, iniciativa que fue parcialmente aceptada, como ya lo comentamos. En lo personal, sus tesoros finalmente se dispersaron en subastas públicas, aunque buena parte de los documentos fueron reunidos en el Museo Mitre y desde 1954 permanecen en el Archivo General de la Nación.

Esta red de historiadores, bibliófilos y coleccionistas motivó la circulación no solo de libros sino también, de documentos, ya fueran originales o copias, práctica que se extendió hacia el interior de Argentina, Chile y Uruguay. Buena parte de los actores se conocían personalmente e intercambiaban búsquedas y catálogos o listas de sus colecciones; Mitre sostenía que sus estudios se basaban en el análisis de los documentos y afirmó haber utilizado cinco mil para escribir la historia de Belgrano, y doce mil, para hacer lo propio con la vida de San Martín. Cuando el yerno del Libertador, Mariano Balcarce, se enteró que Mitre estaba escribiendo la biografía de su suegro, le cedió el archivo personal del prócer.

En esos fervientes años, hubo cuatro intentos de creación de un centro de reunión y estudio de la historia. En 1854 y por impulso de Mitre, se fundó el Instituto Histórico-Geográfico del Río de la Plata, de muy corta vida; se habían propuesto reunir todos los documentos históricos que estaban dispersos -preveían formar una biblioteca, un archivo, una colección de mapas y un museo de antigüedades-, pero la iniciativa fracasó. Otro intento avanzó en Paraná con el Instituto Histórico de la Confederación, disuelto pocos meses después de su creación. En 1872, presidido por su alma mater, Aurelio Prado Rojas, nació el Instituto Bonaerense de Numismática y Antigüedades. Ocho años más tarde, Prados Rojas murió en un accidente y la institución entró en un letargo del que salió recién en 1934; hoy continúa su saga. En 1893, otra vez impulsados por ese deseo de salvar del olvido todos los documentos históricos -manuscritos e impresos- preservados por sus miembros, tomó forma la nueva Junta de Numismática, germen de la Academia Nacional de la Historia, creada en 1938. Se reunían en las viviendas familiares de Bartolomé Mitre, Alejandro Rosa y Enrique Peña. Por esos años, como lo ha explicado Irina Podgorny en varios trabajos (ver Bibliografía), la historia y la creación de los museos continuaba más vinculada a los esfuerzos particulares que a una política de Estado encaminada a resguardar “las glorias nacionales”.

En una misma línea de análisis, afirma Pablo Buchbinder, la demora en la constitución de un aparato administrativo y de archivo del Estado es lo que determinó que todos estos elementos esenciales permanecieran en manos privadas. Tanto es así, seguimos con este investigador, que los mismos historiadores fueron los que buscaron crear un “aparato institucional y orgánico en el ámbito del Estado donde pudiera desarrollarse la práctica de la historia”. (6) El Archivo Público de la provincia de Buenos Aires y la Biblioteca Pública se nacionalizaron en 1884, y veinte años más tarde sus falencias organizativas seguían siendo motivo de queja entre los historiadores, careciendo de la catalogación de sus acervos.

A finales del siglo, siendo director de la Biblioteca Nacional desde 1885, Paul Groussac se ocupó especialmente de organizar su patrimonio, duplicó la cantidad de obras reunidas, y publicó la revista La Biblioteca con una nueva mirada, más rigurosa y crítica, sobre los documentos históricos y su estudio. Fue Groussac un protagonista del proceso de creación de una escuela de profesionales de la historia, alejada de las prácticas vigentes en la segunda mitad del siglo XIX. Esa corriente de pensamiento derivó ya entrado el nuevo siglo en la denominada Nueva Escuela Histórica.

La pasión por los libros y los documentos históricos no sólo florecía en Buenos Aires; encontramos importantes referencias de bibliotecas particulares en el resto del país, por ejemplo, en la provincia de Salta. Allí se formaron buenos reservorios, entre ellos, los reunidos por Casiano Goytia, Juan Martín Leguizamón y Mariano Zorreguieta. Juntos publicaron en 1872 el primer libro impreso en dicha provincia. Pero el gran bibliófilo salteño fue Gregorio Beéche, quien formó una biblioteca excepcional que lo acompañó en sus distintos domicilios hasta que se instaló en Valparaíso. Beéche frecuentó a Alberdi, Sarmiento, Mitre y otras personalidades. En los últimos años de su vida ofreció en venta sus libros y documentos a la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, pero nada sucedió, y aquel tesoro encontró su destino final en una Biblioteca pública de Santiago de Chile. Benjamín Vicuña Mackena la catalogó y para nosotros, su trabajo sigue siendo una obra de consulta bibliográfica.

En este universo de los libros queremos traer a la memoria el nombre de otro gran bibliófilo, pero de perfil muy bajo; nos referimos a Pedro Denegri, miembro de sociedades de bibliófilos franceses, quien hacía ilustrar sus ejemplares con originales de artistas y literatos, convirtiéndolos en ejemplares únicos. Inició su colección a finales del siglo XIX. Ojeaba y disfrutaba sus libros con los guantes calzados. Denegri recorría todas las librerías de Buenos Aires y por supuesto, era amigo, además de cliente, de buena parte de sus dueños. Cuando en 1932 falleció, sus hermanos cumplieron su voluntad: aquel tesoro fue entregado a la Biblioteca Nacional.

A lo largo del último medio siglo decimonónico surgieron en Buenos Aires los primeros “libreros anticuarios”, destacando como los más representativos, Laureano M. Oucinde y Carlos Alberto Guida, italiano éste, español el otro. Oucinde fundó su librería “La Riojana” en 1877; llegó al país en viaje de bodas y habiendo decidido instalarse aquí, encargó su biblioteca personal reunida en España. Fue ese el inventario inicial de su emprendimiento. Luego se ocupó de traer libros raros y viejas ediciones agotadas. Marino de profesión, era un voraz lector; se cuenta que, si le elegían un libro recién llegado, no lo vendía antes de leerlo. Entre sus clientes encontramos a Bernardo de Irigoyen, Onésimo Leguizamón, Aristóbulo del Valle, Miguel Cané y Alberto Navarro Viola, exquisito bibliófilo y coleccionista de arte, a quien se lo recuerda por su Anuario Bibliográfico de la República Argentina. Los contertulios de La Riojana sacaban sillas a la acera e invadían la calle; cuando escuchaban la corneta del tramway, despejaban momentáneamente las vías y después de su paso retornaban a las animadas charlas. Así sucedió hasta que en 1884 Oucinde cerró su librería.

En la casa de Carlos Alberto Guida trabajó como vendedor Julio Suárez, uno de los grandes libreros anticuarios del siglo XX. Nacido en La Coruña en 1901, Suárez llegó a Buenos Aires de polizón y aquí descubrió su destino: en 1914 abrió su propia librería y se convirtió en un experto. Sus catálogos de libros americanos publicado en tres tomos (1933, 1935 y 1939) son piezas de referencia no superadas para la bibliofilia argentina. Llegaban a la librería “Cervantes” de Julio Suárez, los más destacados lectores de la época: José Torre Revello; los hermanos Alejo y Alfredo González Garaño; Rafael Alberto Arrieta; Emilio Ravignani; Antonio Santamarina; el general Agustín P. Justo; Ernesto H. Celesia; José Luis Busaniche y tantos otros. Pero ya estamos en la nueva centuria, tema que abordaremos en una próxima entrega.

Dispuestos a concluir esta mirada sobre un período de tiempo tan extenso, acudimos a la voz de Rubén Darío que escribió en la capital de España: “En Madrid no existe ninguna casa comparable a las de Peuser, o Jacobsen, o Lajouane.”

 

Notas:
1. Catones: libros que contienen frases cortas y párrafos breves para ejercitar en la lectura a los principiantes.
2. Cartilla: Tratado breve y elemental de un oficio o arte.
3. Citado por Domingo Buonocore: Libros y bibliófilos en tiempos de Rosas. Universidad Nacional de Córdoba, 1968, p. 27.
4. Citado por Rafael A. Arrieta: La ciudad y los libros. Excursión bibliográfica al pasado porteño. Buenos Aires, Librería del Colegio, 1955, p. 67. Arsene Ysabelle: Voyage a Buenos-Ayres et a Porto-Alegre (…) De 1830 a 1834. Havre, 1835, cap. VIII.
5. Rafael Alberto Arrieta: Ob. cit. 1955. Pág. 47. Cita la obra de Alexander Caldcleugh: Travels in South America, during the years 1819-20-21 (Londres, 1825).
6. Pablo Buchbinder: Vínculos privados, instituciones públicas y reglas profesionales en los orígenes de la historiografía argentina. En «Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”». Tercera serie, núm.13, 1er semestre de 1996.

 

Bibliografía consultada:
Los interesados en conocer la abundante bibliografía consultada para la elaboración de este trabajo pueden solicitar el detalle escribiendo a: aladainfo@gmail.com